La inhalación de vapores de ajos picados hizo recobrarse a mamá, y con la valentía de una Santa Bernadette, empezó, con paso inseguro, a llevar vino y pastelillos de Génova a la mesa, en donde se reanudó la discusión de sus conflictos con papá.
No faltó en la comida la perdiz en adobo ni la trucha al horno, ni el capón relleno. Iban de mano en mano porrones, botas, botellas, con vinos de diferentes cosechas.
Cuando abríamos el horno donde el pavo se doraba en la manteca, cuando espolvoreábamos la canela en la sopa de almendras caliente, cuando cortábamos las pencas de apio sobre la ensalada de escarola y granada, los olores de aquellas cosas nos hablaban y nos mantenían en una animación que nos impedía cansarnos de aquel trajinar.
Un filósofo estoico, Esfero, un discípulo inmediato de Zenón, fue invitado a comer una vez por el rey Ptolomeo, quien, conocedor de su doctrina, le ofreció una granada de cera. El filósofo intentó comerla, por lo que el rey se rió de él. Replicó que no había sentido ninguna certeza de que fuese una granada real, pero que había creído inverosímil que algo incomestible fuera servido en la mesa real.