Cenan en la rue Michelet, en un restaurante lleno del suave estrépito de platos, una larga cena que casi parece una reminescencia; tanto les complace y les alegra comer en silencio. Alzan la mirada y se descubren intercambiando sonrisas. Al final les entra el sueño. Se atiborran de queso, époises, citeaux, especialidades de una región conocida por su comida.
Era algo sucia, por eso me gustaba. Sus sentimientos eran merengues arrojados al rostro, una delicia. Era pringosa pero dulce, no apta para diabéticos ni para aquellos hombres que siempre llevan puesto el amor del domingo. Una pastelería cuando daba besos, cuando lloraba, cuando estaba desnuda. Un mazapán, una lengua de gato, cabello de ángel. Una guinda en la nata, la nata en el bizcocho y el bizcocho en la boca, en los dedos, dónde más. Nunca me empalagó, pero el niño que soy hizo que me marchara de su lado: desde el escaparate los pasteles llevan siglos burlándose de mí. Fue mi manera de vengarme.
El pastel Mendigo. Jesús Aguado (Cocinando a fuego lento. Alece Birnbach)
Interviniendo en la pelea con una naturalidad que frenó la rabia con que la muchacha golpeaba a Daniel, la más grande de las niñas le dio un vaso a Emilia, y Chui Morales se acercó a llenarlo con el aguamanil de barro al que parecía caberle un río de pulque. Luego tomó el vaso de Daniel y lo llenó también del líquido viscoso que a Emilia le había parecido siempre la bebida más repugnante inventada por sus compatriotas. Todos, incluyendo a las niñas, extendieron sus vasos. Morales se los fue llenando, moviéndose de un lado a otro, casi danzando con su jarra en alto, como si cumpliera un rito ancestral. Por último llenó su propio vaso y propuso un brindis por la recién llegada.
Esta vida proporcionó a mi padre la dureza que le caracterizaba. Pan y cebolla, solía jactarse, pan y cebolla..., ¿qué más necesita un hombre? De ahí venía mi repugnancia inveterada por el pan y las cebollas.