Era algo sucia, por eso me gustaba.
Sus sentimientos eran merengues arrojados
al rostro, una delicia. Era pringosa pero dulce,
no apta para diabéticos ni para aquellos hombres
que siempre llevan puesto el amor del domingo.
Una pastelería cuando daba
besos, cuando lloraba, cuando estaba desnuda.
Un mazapán, una lengua de gato, cabello de ángel.
Una guinda en la nata, la nata en el bizcocho y el
bizcocho
en la boca, en los dedos, dónde más.
Nunca me empalagó, pero el niño que soy
hizo que me marchara de su lado: desde el escaparate
los pasteles
llevan siglos burlándose de mí.
Fue mi manera de vengarme.
El pastel
Mendigo. Jesús Aguado
(Cocinando a fuego lento. Alece Birnbach)
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