De todas maneras, yo no llegué a ser pintor. Porque ocurrió lo siguiente: en la cuarta o en la quinta clase, más o menos, nos sugirió el profesor Marek que trajéramos de casa los modelos con los que montaríamos en la clase el bodegón propio. Mis compañeros de clase traían manzanas, naranjas, limones, floreros con rosas, diversas cajitas y candeleros.
Yo también traje conmigo objetos para hacer una naturaleza muerta muy proletaria, que armonizaba con el barrio obrero de Zizkov: una botella de cerveza, un vaso, una rebanada de pan y una salchicha envuelta en un papel grasiento. Monté el bodegón sobre la mesa de dibujo y esperé, con los demás, a que el profesor diera su visto bueno.
Cuando se me acercó, me miró y soltó con violencia:
-Por Dios, Seifert, quite esa salchicha. ¡No permitiré por nada del mundo que la pinte!
No tardé más que un par de segundos en comprender su preocupación. Y me quedé estupefacto.
Y en aquel momento memorable decidí que sería mejor escribir versos.
Toda la belleza del mundo
Jaroslav Seifert
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