Había publicado un anuncio en un diario que se llamaba El Fomento del Comercio, y cada mañana releía su propio nombre y su título, no sin vanidad, mientras apuraba calmosamente un tazón de chocolate que le servía casi a tientas su patrona, una mujer arisca y caritativa que sospechando su necesidad no lo acuciaba con la exigencia del mísero alquiler, y que sin duda había adquirido el arte supremo con que espesaba y endulzaba el cacao en sus años de servicio en casa del párroco de la cercana iglesia de San Isidoro.
El jinete polaco
Antonio Muñoz Molina
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