Solíamos vernos dos veces al año, el último domingo de octubre con ocasión de mi cumpleaños, que es el treinta y uno, y el primer domingo de marzo, para celebrar el suyo, puesto que había nacido en realidad un veintinueve de febrero, patria burlona de algunos seres singulares. No había necesidad de llamarse, volverse a llamar o confirmar; en cuanto a anular o modificar la hora o lugar... El día señalado yo llegaba a su casa a las cuatro de la tarde; él se las había arreglado para estar solo en el amplio piso de paredes revestidas de madera y de pasillos sin fin. Yo le seguía. La tetera estaba ya en la mesa y nuestras tazas humeaban con una infusión de bergamota junto a nuestros sillones gemelos.
El primer siglo después de Béatrice
Amin Maalouf
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