Después no podía creerlo, hasta se avergonzaba, aunque en el fondo no mucho, no podía creer lo que su memoria le daba por seguro, que hubiera hablado tanto, alentada por el vino, sin duda, pero también por la cena, suavemente embriagada por las cosas que veía y tocaba en torno suyo, las altas copas de cristal y las velas en las mesas, el sonido del río al otro lado de la pequeña ventana enrejada junto a la que cenaron, la amabilidad sigilosa de los camareros, que aparecían y desaparecían según los deseos aún no expresados de ella, para cambiar un plato o un cubierto o servir un poco más de vino.
Plenilunio
Antonio Muñoz Molina
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