Así vivía, siempre invadida por una sutil insatisfacción, cuando, al entrar en la cocina del restaurante en que ambos trabajaban, había divisado pro primera vez a su futuro marido balanceándose en lo alto de una escalera sobre una tarta gigante con unas frutas confitadas en la mano: inmediatamente había comprendido que ése y solamente ése había de ser el hombre de su vida. Probablemente, si lo hubiese visto en alguna parada del metro de Londres, o en el banco de un parque, ni siquiera se habría fijado en él, puesto que no era más que un italiano como tantos otros. Pero al verlo así, sobre un iceberg de nata y marrons glacés, sobre aquel macizo con corazón de chantilly y bizcocho, inmediatamente le había parecido el único y más bello hombre del mundo.
La cabeza en las nubes
Susanna Tamaro
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